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Monográfico Frankenstein: Frankenstein, mito universal y símbolo de la condición humana (I)

I. Cuentos contando cuentos

II. Pero, ¿quién es el monstruo? Perspectivas éticas

III. La apertura simbólica de los clásicos y su extraña capacidad para leernos

IV. Metáfora del conocimiento prohibido: perspectivas del mito y la tecno-ciencia

 

I. Cuentos contando cuentos…

 

De Frankenstein lo primero que me fascina es su intrahistoria: la necesidad que tenemos de hablar, de contar historias, relatos que nos emocionen, que nos cautiven, que nos seduzcan, que nos asusten, que nos aterroricen, que nos hagan reír o llorar, pero en todo caso que nos hagan vibrar… Quizá, después de todo, como decía Pessoa, “somos cuentos contando cuentos, nada”. Y la risa y el llanto no sólo se refieren a géneros literarios y artísticos, lo cómico y lo dramático, sino que antes de nada son manifestaciones de nuestra humanidad o de nuestra inhumanidad, de nuestra aprobación y/o desaprobación de lo que sucede y de las acciones que llevamos a cabo…

En la Villa Diodati, una casa junto al lago Leman, en Suiza, se reunieron Lord ByronPolidori, un médico italiano amigo del primero, el también poeta Percy B. Shelley y su compañera, Mary Shelley, que en ese momento tiene 18 años, “un bebé vivo y otro muerto, y una relación escandalosa que finalizará con el suicidio de la primera esposa de Shelley”[i].

Debido a las inclemencias del tiempo, en el que cuentan que fue el verano más frío del siglo XIX, llevaban los amigos varios días encerrados, leyendo y comentando historias de fantasmas. Lord Byron aprovechó para proponer que cada uno escribiera un relato fantástico y lo sometiera a juicio de los otros. Así que Polidori fantaseaba con una historia protagonizada por una mujer con cabeza de calavera a causa de que había espiado por el ojo de una cerradura (de este ensayo al final surgió otro mito, The Vampire, publicado en 1819). Lord Byron comenzó a escribir un cuento que no concluyó, pero que luego pasó a ser el final del poema Mazzeppa. Percy B. Shelley comenzó un relato inspirado en vivencias de la primera etapa de su vida. Tampoco lo terminó. A su compañera, Mary Shelley, no se le ocurría nada.

Sin embargo, una noche, después de que Byron y Shelley conversaran largamente sobre asuntos filosóficos y científicos de la época, como la naturaleza del principio de la vida, la hipótesis de que se llegara a descubrir y de aplicarlo sobre la materia inerte[ii], Mary, excitada con las posibilidades que se abrían, fue engendrando en su imaginación una historia que le impidió dormir, pero que durante dos siglos no hemos dejado de soñar. Casi dos años más tarde de aquella noche de fantasmas junto al lago vio la luz en forma de novela Frankenstein o el moderno Prometeo.

 

II. Pero, ¿quién es el monstruo? Perspectivas éticas

Como en toda pintura hay algo del pintor, en toda novela hay algo del escritor. Y la de Mary Shelley (1797-1851) no podía ser menos. Parece que a través de los personajes asoman retazos de su vida. Algunos biógrafos han escrito que creció con más científicos, artistas y pensadores a su alrededor que afectos. Su madre, la filósofa y escritora Mary Wollstonecraft (1759-1797), autora de la Vindicación de los derechos de las mujeres, donde reclamaba la educación para la niñas, considerado el primer tratado feminista junto con la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, de Olympe de Gouges, murió a los 11 días de dar a luz a Mary Shelley.

El padre, el filósofo y novelista William Godwin, partidario de abolir la propiedad y anarquista, dejó a la criatura en manos de una amiga y luego se casó con una mujer que no le ofreció el debido cariño a la niña. “Su hermana mayor se suicidó. Tres de sus cuatro hijos murieron en la primera infancia. Su adorado marido la engañó repetidas veces y murió ahogado en el mar de Viarregio a los seis años de contraer matrimonio. Durante toda su corta vida, la escritora londinense tuvo problemas familiares, económicos y de salud”[iii].

Curiosamente, estas carencias afectivas, este sentimiento de orfandad que debió de experimentar a lo largo de su vida Mary Shelley, se refleja en la criatura, y por ahí empieza el mal… Abandonada y desamparada a causa de su apariencia, la criatura sólo puede convivir con otros humanos a condición de no ser visto, ya que en cuanto lo ven, provoca miedo, y ante el miedo que provoca la criatura se defiende o ataca. Así se convierte en monstruo.

A diferencia de la inmensa mayoría de infieles versiones cinematográficas, la criatura-monstruo de la novela es bondadosa. Es su apariencia física fuera de lo corriente la que provoca miedo y rechazo. Y de aquí proviene su marginación social, su resentimiento, su venganza, su criminalidad. Como ha indicado Fernando Savater, “la propia criatura se lo explica muy bien a su inventor, diciéndole: ´Soy malo porque soy desgraciado`. El doctor Frankenstein no sabe qué contestarle porque la desolada criatura tiene mucha razón”[iv].

En este sentido la novela anticipa un tema fundamental de la novela y del arte moderno, el otro, la alteridad, la diferencia, que es rechazada, marginada y condenada. A pesar de que todos somos diferentes; en realidad no hay sino diferencias, que nos pueden llevar a crecer y enriquecernos si sabemos relacionarnos bien con ellas, pues no hay identidad sin alteridad. Este tema se encuentra íntimamente vinculado con la tolerancia, o sea, con la intolerancia.

Según Savater, una de las enseñanzas que condensa Frankenstein “es que antes de llamar ´malo` a otro tenemos que intentar comprender sus circunstancias. ¿Acaso tenemos derecho a exigir que alguien sea bueno cuando no se le respeta ni se le quiere, cuando todos le huyen o le persiguen, cuando ninguno intenta remediar su desamparo? Nadie puede portarse humanamente si no le tratamos con humanidad: cualquiera al que los demás apartan como si fuera un monstruo terminará siendo un auténtico monstruo”[v].

Otra de las lecturas más inteligentes que conozco de Frankenstein desde esta perspectiva es la de Alberto Manguel: “Como toda víctima, quiere saber por qué es odiado. No ha sido él el responsable de su presencia en el mundo, como lo dice uno de los epígrafes de la novela, tomado del Paraíso perdido, de Milton: “¿Acaso te pedí, Creador, que de mi arcilla / Me hicieses hombre? ¿Acaso te rogué / Que de la oscuridad me ascendieses?” (…) Sin embargo, a pesar de su sufrimiento, no quiere morir. “La vida”, le dice a su creador, “aunque sólo sea una acumulación de angustias me es preciosa”. Y agrega para explicar su conducta: “Yo era amable y bondadoso; la miseria me convirtió en demonio. Hazme feliz, y otra vez seré virtuoso (…) Hecho de tantos hombres, el Monstruo del doctor Frankenstein es, en parte al menos, nuestro espejo, reflejo de aquello que no queremos o no nos atrevemos a recordar. Quizá por eso da miedo”[vi].

Sebastián Millán.